jueves, 8 de junio de 2017

ROBLEDO PUCH, EL ÁNGEL NEGRO, EN LOS SETENTA CON SÓLO VEINTE AÑOS ASESINÓ A ONCE PERSONAS POR LA ESPALDA

Lo llamaron , no sin razón , "El ángel negro", cuando todavía no había cumplido 20 años, parecía una criatura indefensa, pero, como se suele decir , las apariencias engañan. Carlos Robledo Puch en Marzo de 1971, comenzó su delirio por el que dos años después sería condenado a cadena perpetua por diez homicidios calificados, un homicidio simple, una tentativa de homicidio, diecisiete robos, cómplice de una violación, y de una tentativa de violación, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos.

El periodista Rodolfo Palacios , especialista en policiales ("el escriba del hampa", como lo apodó Andrés Calamaro), lo entrevistó en Sierra Chica y describió su personalidad volcando sus impresiones en el libro que Sudamericana acaba de reeditar.

Cree que lo voy a matar. Ahora está inmóvil y en silencio, sentado frente a mí, en la sala de visitas de la cárcel de Sierra Chica, un pueblo bonaerense de tres mil habitantes. La luz del sol que entra por una ventana le ilumina los ojos celestes. Me mira fijo, casi sin pestañear. No hay guardias a la vista y es tarde para dar marcha atrás. Yo también estoy inmóvil y en silencio. En la mesa hay una Biblia amarillenta que lee en sus noches de insomnio. Pero eso me lo dirá después porque ahora, mientras me mira las manos, sospecha que en su primer descuido —por más imperceptible que sea— le clavaré un puñal afilado por la espalda. O le dispararé a quemarropa y me iré sin culpa por la misma puerta por la que entré. Y todo habrá terminado. Ni siquiera tendrá tiempo de pedir el último deseo que se le concede a un condenado al pelotón de fusilamiento: oler un plato de comida, pitar un cigarrillo, acariciar una foto familiar o gritar de rabia.

—Así matan los cobardes.

Eso me dice Carlos Eduardo Robledo Puch mientras desarma mi lapicera. La mueve como un péndulo por las dudas de que haya reemplazado la tinta por un veneno líquido. “Como el que usó Claudio para matar a su hermano, el Rey, padre del príncipe Hamlet de Dinamarca”, acota el mayor asesino múltiple de la historia criminal argentina, citando a Shakespeare mientras deja caer la última gota de tinta sobre un papel. Luego se acerca hacia mí; quiere revisarme contra la pared, al lado de una cruz de madera tallada a mano y del almanaque de una carnicería de barrio que dice “Jesús te ama y está contigo”. Robledo Puch piensa que vulneré la máxima seguridad de la prisión con una pistola en la cintura.

Le muestro mi bolso para tranquilizarlo: sólo hay papeles, algo de ropa y un grabador. No soy su verdugo, le recuerdo; soy un periodista que quiere escuchar su historia. Esa simple aclaración le hace cambiar de parecer.

El hombre calificado por la ciencia como psicópata cruel, perverso y desalmado ahora no me mira fijo. Ya no cree que esté ahí para matarlo. Sonríe y se rasca la calva. Camina con torpeza alrededor de la pequeña sala; va de una punta a la otra con las manos atrás. Después de unos segundos me pide perdón y me abraza:

—Pensé que eras un impostor o un sicario contratado para eliminarme a sangre fría. Estás destinado a ser la persona que más conoce a Robledo Puch. De ahora en más voy a considerarte un amigo para toda la vida.

Eso dice el hombre que entre el 15 de marzo de 1971 y el 3 de febrero de 1972 mató a balazos a once personas por la espalda o mientras dormían. Mataba a todo aquel que se le cruzaba por delante. “Que conste que siempre maté por la espalda”, le pidió al juez de la causa, Víctor Sasson. No solía dejar testigos de los robos que cometía con dos cómplices. Está preso desde entonces; tenía 19 años y una cara angelical. Lo llamaban “el Ángel Negro”.

Conocí a Robledo Puch la mañana del viernes 18 de julio de 2008. Hasta ese día se había negado a mis insistentes pedidos de entrevista gestionados ante el Servicio Penitenciario Bonaerense. Su respuesta era siempre la misma: “No quiero saber nada con los periodistas”. Había pruebas de sobra para demostrar su odio a la prensa. Un día, durante una visita de los medios y las autoridades penitenciarias por los pabellones de la cárcel, un funcionario le preguntó al preso más famoso del penal si quería dar alguna nota. Robledo respondió:

—Odio a los periodistas porque por culpa de ellos mi madre intentó suicidarse. La destruyeron.

—Si cambia de opinión, me avisa —le propuso el funcionario.

—¡Espere, espere, se me ocurrió una idea! —exclamó Robledo—. Voy a hablar con el periodista que tenga los huevos para hacer algo que me obligaron a hacer varias veces...

—¿Qué es?

—Arrodillarse y lamer el fondo del inodoro que acabo de usar. Hasta que quede bien limpito.

Casi diez años después de esa anécdota logré que Robledo me recibiera sin necesidad de limpiar el baño de su celda. El camino fue más simple y menos humillante. Le mandé una carta en la que le proponía hacerle una nota para el diario Crítica de la Argentina, donde yo escribía en la sección Policiales. Me llevé una sorpresa cuando respondió dos semanas después con una carta en la que, además de citar a Perón (“Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”), aceptaba la entrevista porque admiraba al periodista Jorge Lanata, el fundador y director del medio. “Mi abuelo materno, Federico, cuyas cenizas descansan en un cofre de bronce, leía el viejo Crítica. Entiendo que esta remake del diario necesita una nota impactante para darse a conocer, aunque me pregunto si usted tiene ese espíritu de suicida que se necesita para llevar adelante esto que yo llamo mi epopeya por recuperar la libertad”, me escribió Robledo.

En la carta le prometí que tendría la oportunidad de expresarse libremente. Volví a decírselo cuando me llamó por teléfono desde uno de los pasillos de la cárcel de Sierra Chica. Su voz se escuchaba acelerada: “No sé cómo me imaginarás, pero no soy el personaje monstruoso que inventó la historia para referirse a mí”. La publicación en el diario de dos cartas escritas por él de puño y letra —en las que se declaró inocente y juró que nunca había disparado un arma— lo dejó conforme porque hasta ese momento ningún medio le había permitido ejercer su descargo sin interrupciones. Después de ese reportaje, mientras me acompañaba a una de las salidas, Robledo me preguntó si algo de lo que había dicho podía ofender a los familiares de las víctimas. “Yo no las maté, pero entiendo que esa gente sigue sufriendo. No quiero que se sientan mal”, me dijo preocupado. La entrevista que salió en el diario (en la que se dejó fotografiar por el reportero gráfico Diego Sandstede después de quince años de negarse a ser retratado) le gustó a medias: se quejó porque en el reportaje lo describí torpe y apegado a su mascota (una vieja gata), como si fuese La Raulito, una huérfana hincha de Boca que se crió en un reformatorio, vivió en manicomios y murió en un asilo de ancianos. “No quiero dar lástima o parecer un idiota. Además me rompe las pelotas que me hagas lo que hacen todos: compararme con la basura del Petiso Orejudo, el matador de niños. A veces pienso que tu nota me hizo quedar como un semianalfabeto, un retardado, un débil mental, un verdadero opa. No sé si no es mejor quedar como un asesino hijo de mil putas”, me dijo.

Durante casi un año Robledo me envió cuarenta y cinco cartas (una la firmó como Jesucristo, en otra entrevistó a un asesino que vive en su pabellón) y lo visité ocho veces. También le escribió a Lanata: le mandó columnas de opinión política (con el título “La sexta columna”) para publicar en el diario con el seudónimo Teodomiro. “Si Perón escribió varios artículos con el seudónimo de Descartes, yo lo haré con el de Teodomiro, un nombre de origen germano que significa ‘célebre en su pueblo’”, propuso. En sus notas, Robledo (o Teodomiro) vaticinó que se acercaba el fin del mundo y que los hombres se comerían unos a otros. Lanata me pidió que le dijera a Robledo que no le escribiera más porque lo estaba volviendo loco y lo había llenado de cartas. El asesino enfureció. Dejó de escribirle y de admirarlo.

En la segunda visita que le hice, después de la publicación de la nota, se sorprendió por el interés que tuve en viajar otra vez a Sierra Chica para verlo. Noté que me miraba como si yo fuese un extraño. Ese día pensó que mi intención no era escribir su biografía. Creyó que quería matarlo. Sus sospechas duraron quince minutos. Hasta que me abrazó y me llamó “amigo”. No tardé mucho tiempo en darme cuenta de que pasa del odio al amor y del amor al odio en pocos minutos.

En la primera entrevista que le hice, Robledo tuvo un entredicho con una joven enviada por el Servicio Penitenciario Bonaerense para presenciar parte de la nota. La chica tuvo la osadía de hacerle una pregunta. Robledo la miró y le dijo:

—Señorita, usted es una insolente. Nos está fisgoneando. La enviaron los de arriba para vigilarnos y saber todo lo que decimos.

Ella se incomodó —no era para menos— y ofreció sus disculpas. Pero luego Robledo le aclaró que no lo decía en serio. “Es una broma, señorita”. Cuando ella salió de la sala con la excusa de hacer un llamado, Robledo se me acercó y me confesó:

—No era ninguna broma. Se lo había dicho en serio. Porque nos estaba fisgoneando.

La historia de Robledo empezó a interesarme cinco años antes de conocerlo, cuando el médico legista Osvaldo Raffo me contó anécdotas del caso. “Durante los veinticinco encuentros que tuve con el psicópata asesino sentí que yo era el cura y él el diablo de la película El exorcista, aunque era bello y tenía un aire a Marilyn Monroe”, me contó Raffo, autor de las pericias psiquiátricas que mandaron a Robledo a la cárcel casi de por vida. Además he leído los diarios y las revistas de la década del 70, cuando los periodistas recurrían a todo tipo de adjetivos para calificar al joven asesino múltiple: lo llamaban “monstruo”, “bestezuela humana”, “sádico asesino”, “hiena perversa”, “tuerca maldito”, “niño-muerte”, “asesino unisex”, “Belcebú”, “gato rojo”, “demonio bien parecido”, “diablo con cara de niño” y “chacal”. Pero los apodos que perduraron fueron “el Ángel de la Muerte” y “el Ángel Negro”.

El diario Crónica fue más lejos y puso la supuesta (según ellos “deleznable”) homosexualidad del acusado a la altura de sus delitos. “Se toca el pelo y tiene un toque femenino que marcaría su desviación maligna”, escribió un periodista de policiales de la quinta edición de ese diario. Entrevistaron a sus amigos, sus vecinos, su maestra de primer grado, su profesora de piano y a todo aquel que pudiera decir algo sobre el famoso criminal —definido como un “niño bien”— que venía de una familia de clase acomodada de Olivos, el barrio más importante del partido de Vicente López, situado en el primer cordón del Gran Buenos Aires, a veintidós kilómetros del centro de la Ciudad de Buenos Aires. Según el último censo de 2001 tiene 75.527 habitantes. Es una zona cercana al río que reúne residencias elegantes y casas más populares. En catorce de sus manzanas alberga el poder: en la quinta de Olivos viven los presidentes de la Argentina.

Robledo tiene ojos y orejas grandes, cara pálida sin arrugas pero con pequeñas patas de gallo. Camina con los brazos pegados al cuerpo y el cuello hundido. Suele mirar con el ceño fruncido: la ceja derecha se le arquea más que la izquierda. Casi siempre viste jogging gris, zapatillas y una campera bordó vieja. 

De aquel joven enrulado y pelirrojo de aspecto angelical que mataba sin parar sólo queda la mirada fría y penetrante. Cuando lo abracé por primera vez descubrí la fragilidad de su cuerpo menudo y encorvado. En ese instante pensé que si lo hubiese apretado con fuerza podría haberlo lastimado. Pero fue una sensación que duró segundos. Por ese tiempo fui la única visita que él autorizó en los últimos diez años, cuando ya tenía 57. Nadie lo iba a visitar: su madre, Aída Josefa, intentó suicidarse y tiempo después murió en un manicomio; el último en ir a verlo fue su padre, Víctor, poco antes de morir convencido de haber engendrado al peor asesino del país. Eso lo hizo desconfiar de todo y de todos. 

Como su hijo, que sólo se siente protegido por su desconfianza acorazada y casi tan indestructible como las piedras de granito que sostienen la cárcel. Es que Robledo quizá tuvo motivos para creer que yo podría estar ahí, en esa sala, para matarlo. En las últimas tres décadas intentaron asesinarlo varias veces. Uno de los policías que participaron de su detención en 1972 reveló que tenían la orden de fusilarlo y plantarle un arma para simular un enfrentamiento; no lo hicieron porque, cuando lo encontraron, estaba con su madre y el plan debía ejecutarse sin testigos. Pocos días después, cuando lo trasladaban para hacer la reconstrucción de los crímenes, un grupo de personas intentó lincharlo. 

“La sombra del paredón de fusilamiento para el monstruo con cara de niño”, tituló la revista Así, que ese día agotó la tirada. Por entonces, la Justicia analizó aplicarle la pena de muerte, instaurada en 1971 por la dictadura de Onganía, aunque sólo estaba permitida para secuestros seguidos de muerte o atentados contra transportes y dependencias militares. Un año después de su detención, cuando una noche con niebla se fugó de la Unidad Penal Número 9 de La Plata saltando un muro con una soga anudada, esquivó las ráfagas de ametralladora de los guardias que quisieron frustrar su huida. “Soy Robledo Puch, no me maten”, suplicó cuando lo recapturaron casi tres días después.

Robledo confesó cada uno de sus asesinatos, pero lo hizo después de que lo encerraran en un cuarto oscuro y secreto de la comisaría 1ª de Tigre y, según sus denuncias, lo torturaran con picana eléctrica, desnudo, con el pelo largo y los ojos abiertos, atado con los brazos en cruz a una escalera fría. Esa noche, diría tiempo más tarde, se sintió un Cristo crucificado. Cinco días después de esas sesiones secretas informaron del arresto a la prensa.

En 1980 quisieron someterlo como un conejillo de Indias a experimentos de dudosa efectividad. Una mañana, el neurocirujano Raúl Matera —amigo y colaborador de Juan Domingo Perón— recibió a Robledo, que estaba custodiado por dos guardias, en su consultorio. Al principio se mostró cordial y comprensivo: le preguntó cómo lo trataban los otros detenidos, lo revisó superficialmente (le tomó la presión y le auscultó el corazón) y luego reveló sus intenciones:

—Robledo, creo que usted necesita un tratamiento especial —sugirió Matera.

—No hace falta, doctor, estoy sanito.

—Creo que no me entiende. Le estoy hablando de algo revolucionario. Si usted me autoriza, empezamos con los estudios cuanto antes.

Matera quería someterlo a una lobotomía frontal, una polémica y revolucionaria operación de cerebro implementada por primera vez en 1935 por el premio Nobel portugués António Egas Moniz. El primer paciente que pasó por esa intervención fue un chimpancé, que murió después de la operación. Con esa técnica, que ya no se aplica porque resultó un fracaso (los operados quedaban zombis o más violentos que antes), los científicos pretendían neutralizar las conductas violentas de psicópatas, criminales, depresivos y dementes. En otras palabras, buscaban extraer el mal a punta de bisturí.

—A Robledo nadie le toca el cerebro —le contestó Robledo Puch a Matera. Por entonces hablaba de sí mismo en tercera persona.

El cirujano no insistió. Nadie insiste cuando está frente a Carlos Eduardo Robledo Puch. Nadie se atreve a contradecir a un hombre desconfiado que vivió la mayor parte de su vida en la cárcel y sobrevivió a más de diez motines, entre ellos el peor levantamiento presidiario de la historia: un grupo de presos, llamados “los Doce Apóstoles”, durante la Semana Santa de 1996 tomó como rehenes a los guardias y a una jueza e incineró en el horno de la panadería a ocho detenidos acusados de violación. Con los restos de uno rellenaron empanadas; con la cabeza de otro hicieron unos pases de fútbol en el patio. Mientras ocurría la masacre, Robledo Puch se refugió en la parroquia de la prisión con una Biblia en la mano.

Es la misma Biblia deshojada que está apoyada en la mesa durante mi primer encuentro con él. Robledo Puch recita:

—Bienaventurado el hombre que no anda según el consejo de los impíos, ni se detiene en el camino de los pecadores, ni se sienta en la silla de los burladores.

Después cierra la Biblia y la acaricia con sus manos pequeñas y blancas.

—Estas páginas sagradas son mi salvación. Si hubiera matado a todas esas personas sería el primero en reconocerlo. Y pediría que me den una oportunidad para rehacer mi vida. He pagado con creces. Dios me ha perdonado; aún no me soltó la mano. Está escrito. Lo único que él no perdona es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Lo que todos han hecho sistemáticamente a lo largo de los años fue descalificarme. Nadie me trató como un ser humano.

La sala de entrevistas y de visitas del penal es silenciosa. Suele ser usada por los detenidos antiguos o los refugiados: ex militares o policías presos por homicidio o robo. Nunca se mezclan con los presos comunes para evitar enfrentamientos. En la jerga tumbera o carcelaria son llamados “ortibas” (batidores o buchones).

—Lo que voy a decir —aclara Robledo— lo piensan todos los que están confinados en esta prisión, sean chorros, asesinos, violadores o expolicías. Para sobrevivir en la cárcel hay que sospechar de todos. Nunca le doy la espalda a nadie. En este momento estoy mirando esa puerta, detrás suyo, por si alguien entra a atacarnos. En todos estos años han intentado matarme más de una vez.

—¿También sospecha de los periodistas que quieren entrevistarlo?

—No hace mucho me entrevistó un periodista. Le contesté las preguntas pero no dejé fotografiarme. Cuando se fue dejó oculto un micrófono en ese lugar (señala un armario de madera ubicado en un rincón, al lado de una lámina de José de San Martín, de esas que salían en las revistas escolares para las fechas patrias). Seguro que lo mandaron los jueces para hacerme una trampa.

—¿Cómo se enteró de que había un micrófono?

—Porque se escuchan ruiditos insoportables: beeep, beeep, beeep. Ya los va a escuchar. Ya los va a escuchar.

Robledo se acerca al armario, pide silencio y se queda varios segundos con el oído derecho apoyado sobre uno de los costados del mueble despintado. Tiene la misma postura que alguien toma cuando quiere escuchar una conversación detrás de una puerta.

—Ahora no se escucha nada; cosa ’e mandinga. Lo único que falta es que piense que todo esto es un bolazo —dice resignado.

—¿Por qué querrían asesinarlo?

—Siempre quisieron matarme. Sé muchas cosas. Mi causa fue armada por dinero. Tenían que encontrar un culpable a toda costa. Confesé que había matado a todas esas personas porque habían amenazado con asesinar a mis pobres padres y me torturaron, pero fueron peores los tormentos psicológicos. ¿Sabe una cosa? —dice y hace una pausa de cinco segundos—. Siempre pienso que algún día me van a mandar un sicario para matarme como a un perro. Me sorprende que aún no lo hayan hecho. Estoy preparado para ese momento. Sabré defenderme.

—¿Quién le mandaría un asesino a sueldo?

—Usted es muy ingenuo. Hay cosas que no sabe. De hecho, cuando me encarcelaron injustamente seguro que usted no había nacido o estaba en los huevos de su padre. Le hablo así, en criollo, para que entienda, sin medias tintas. Así se habla de hombre a hombre. Los jueces me quieren ver muerto... me quieren ver muerto para que no moleste. Dicen que soy peligroso para la sociedad. ¡Están locos! La sociedad es peligrosa para mí. No soy dañino ni para mí mismo. Por eso creo que me van a matar, para que no estorbe pidiendo la libertad. Si me pasa algo, usted sabrá qué escribir. Me sorprende que los jueces de San Isidro no me hayan mandado un sicario.

A poco más de trescientos cincuenta kilómetros de Sierra Chica, en los Tribunales de San Isidro, los camaristas que el 5 de junio de 2008 le negaron la libertad consideraron que Robledo Puch sigue siendo un peligro para la sociedad. Todavía recuerdan la frase que pronunció el asesino ante un perito judicial antes de oír, el 27 de noviembre de 1980, que lo condenaban a cadena perpetua: “Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”. Cuando los camaristas de la Sala I de la Cámara de Apelaciones de San Isidro le preguntaron si quería decir sus últimas palabras, Robledo fue más cauto: “Esto es una farsa. Es un circo romano”. Durante las audiencias del juicio oral se la pasó respondiendo cartas de admiradoras que le proponían visitas íntimas.

En todos estos años, Robledo nunca había mostrado interés por recuperar la libertad. Se había resignado a morir en su celda. No le interesaba pedirle a su abogado que presentara un escrito. Además lo atormentaba saber que nadie lo esperaba afuera. Ni una tía, ni un primo, ni un familiar lejano. Ni un pastor evangélico.

Pero una noche, mientras miraba el noticiero, cambió de opinión al enterarse de que al múltiple homicida Ricardo Barreda —el odontólogo platense que se hizo famoso por matar a escopetazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas porque lo llamaban “conchita” y le hacían limpiar la casa— le habían otorgado arresto domiciliario por buena conducta y porque su nueva novia le ofrecía alojamiento en su departamento de tres ambientes en el barrio de Belgrano de la Ciudad de Buenos Aires.

Inspirado por ese caso, Robledo pidió su libertad por agotamiento de pena, pero los jueces se la negaron con el argumento de que durante su estadía carcelaria nunca se preocupó por estudiar, trabajar o crear lazos afectivos con el exterior. “Lo único que falta es que tenga que inventarme una noviecita como el viejo Barreda”, se quejó Robledo. Aún lo agobia una contradicción: luchar por la libertad o resignarse al encierro eterno. “Añoro el mundo exterior porque no he vivido nada, pero sé que afuera podría morir de tristeza, lejos de los muros. Sea adentro o afuera, hay una realidad: mientras todos se van en libertad, yo estoy muriéndome de a poco en este calvario”, confiesa. Durante el tiempo que lleva preso, en el país pasaron dos dictaduras y doce presidentes democráticos.

En cada visita que hacía a la cárcel de Sierra Chica, los olores y los ruidos se volvían más familiares. El olor a encierro (esa mezcla de humedad, papa hervida con cáscara, vaho, transpiración y grasa recalentada) era insoportable y se impregnaba en la ropa como el humo.

Una mañana en la que los gritos de los presos que salían al patio se escucharon en la sala de entrevistas con más claridad que otras veces, Robledo Puch me invitó a su celda, pero antes tuvo que resolver un problema: la desaparición de Kuki, su vieja gata grisácea de ojos verdes. La buscó por los pasillos de los pabellones. Corrió como una marioneta, en puntas de pie, con los hombros levantados y los brazos pegados al cuerpo. “¡Miau, miauuu!, ¡dónde te metiste!, ¡te quiero presentar a un amigo!”, la llamó con voz chillona. La mascota apareció cinco minutos después en el taller del penal. Robledo la abrazó (la gata se mostró esquiva), le dio un beso y confesó:

—Hace trece años que esta gatita duerme conmigo, acurrucada en mi cama. Es lo único que tengo en la vida. Hasta mis familiares se mutilaron el apellido por vergüenza.

En la pequeña celda que ocupa en el pabellón 10 —en la jerga, llamado “pabellón rosa” o de homosexuales— las paredes (pintadas de celeste, azul, rosa y amarillo) son de granito, material que se congela en invierno y hierve en verano; no hay cuadros ni adornos: sólo CDs pegados con Plasticola (los usa de adorno) y un espejo sucio. Hay una pequeña repisa de tres estantes con ropa apilada. En una mesa improvisada con un cilindro de madera hay una olla con olor a guiso. La puerta cerrada con candado tiene un pasaplatos; a veces los presos sacan por ese agujero un espejito para mirar los pasillos o verse las caras mientras conversan. Sobre un pequeño estante hay un televisor blanco y negro de catorce pulgadas que le ofrece a su dueño la única versión actualizada que tiene del mundo exterior. Robledo mira noticieros, películas de acción y programas ...
Fuente:

Palacio, Rodolfo. La feroz vida de Carlos Robledo Puch, Sudamericana 2017 www.megustaleer.com.ar/libro/el-angel-negro/AR31045/fragmento/

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