jueves, 10 de agosto de 2017

EL ASESINATO DEL PRIMER JEFE DE POLICÍA DEL PROCESO POR PARTE DE MONTONEROS, , HABILITA NUEVAS DISCUSIONES SOBRE LA VIOLENCIA POLÍTICA DE LOS 70 Y SUS PROFUNDAS CONSECUENCIAS

El 18 de junio de 1976, el jefe de la Policía Federal de la dictadura militar, Cesáreo Cardozo, murió en un atentado. Horas antes, Ana María González, militante montonera y compañera de estudios de su hija, le había colocado una bomba debajo de su cama. Fue a días que se cumplieran los tres meses de los militares en el poder. Fue también un golpe contra una de las patas más fuertes del Proceso y la represión: la policía ( vale recordar los nombres de Camps y Etchecolatz, éste último sindicado como culpable de la doble desaparición de Julio López tanto durante la dictadura como en democracia.
El general Cesáreo Cardozo era figura en ascenso dentro de la Junta que gobernaba el país tras el golpe de Estado del 24 de marzo. Como revancha por la muerte de compañeros de militancia, Montoneros lanzó una cacería sobre Chela, hija del militar. La ejecutora fue Ana María González, una joven de 20 años, militante de Montoneros, compañera de estudios de Chela.


Ana había estado esa tarde en el departamento de los Cardozo y, con la excusa de hablar por teléfono, había entrado a la habitación matrimonial y puesto una bomba bajo la cama. Enseguida dijo que se sentía mal y se tenía que ir. Fue la última vez que la vieron.

Ana pasó inmediatamente a la clandestinidad y fue un trofeo tan protegido por la organización armada como buscado por la dictadura. Nunca se supo nada más de ella, pero su caso fue usado como pieza fundamental de la narración que construyeron los medios adictos al gobierno militar desde el momento de los hechos hasta nuestros días.

Federico Lorenz siguió las huellas perdidas de esa chica de la que nadie quiere hablar excepto sus acusadores. En una reconstrucción de enorme complejidad," Cenizas que te rodearon al caer (Sudamericana) consigue que el contexto político, social e histórico le devuelva el contorno humano a la protagonista y habilite nuevas discusiones sobre la violencia política de los setenta y sus profundas consecuencias.

Desde diferentes lugares han emitido su opinión sobre la obra . Jorge Fernández Díaz en La Nación escribió«El historiador Federico Lorenz, inscripto quizá sin pretenderlo en un nuevo revisionismo de los 70, rescata del pasado este hecho maldito en Cenizas que te rodearon al caer (extraordinario verso de Gelman), un libro flamante que intenta reconstruir la vida enigmática y la muerte nunca aclarada de esa chica paqueta que a través de un novio llegó a las villas y a la militancia revolucionaria, que después de la explosión se volvió tristemente célebre y fue buscada por cielo y tierra, y que era considerada "una santa de la Orga". El asunto condensa todas las contradicciones de una época manipulada por unos y otros, y recientemente glorificada con peligrosa banalidad por el aparato kirchnerista.»

Claudia Peiró, en Infobae sostuvo:" «Cenizas que te rodearon al caer es un título que trasunta la "melancolía" que le generó al autor recorrer esta historia, un sentimiento que compartirán los lectores de este libro que contribuye a reconstruir las coordenadas de un tiempo en el que tantos jóvenes creyeron necesario inmolarse por la promesa -todavía incumplida- de un país mejor.»

En tanto, Julieta Grosso de Telam, manifestó«Durante las cuatro décadas que median desde que colocó la bomba que mató al entonces jefe de la Policía Federal Cesáreo Cardozo, la militante montonera Ana María González se transformó en un emblema incómodo, arrastrado hacia el presente por una trama de silencios que el historiador Federico Lorenz desarma en su libro Cenizas que te rodearon al caer, donde interpela en paralelo a una generación que incorporó a la violencia como parte del repertorio político y a una sociedad que aceptó convivir con la ferocidad.

Para Pablo Camogli de Misiones Online «Cenizas que te rodearon al caer es una frase hermosa que pertenece a un poema de Juan Gelman y que se ajusta a la perfección al libro que titula. La metáfora de las cenizas no solo es una descripción gráfica del fin de Anita, es, más bien, una reflexión sobre una época del país. Y allí Lorenz no se muestra neutral. La violencia es repudiable en todo momento (¿es repudiable en todo momento?), pero ello no debe obliterar la posibilidad de analizarla y de contextualizarla en términos históricos. En forma muy saludable y poco común, el autor lo hace y asume una posición firme y clara al respecto.»

Su autor, Federico Lorenz, investigador del Conicet y director del museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur ,se especializa en temas del pasado reciente argentino, en particular la violencia política y la guerra de Malvinas, y en la historia sociocultural de la guerra, describe su libro" Cenizas que te rodearon al caer, vidas y muertes de Ana María González, la montonera que mató al jefe de la Policía Federal "( Sudamericana , 2017).

Esta es la historia de una chica difícil. Escribirla también lo fue. Pero escribir sobre una vida no debería ser, nunca, más difícil que vivirla. Sería presuntuoso pensar una cosa así.


Supongo que me perturba algo en lo que creo: nos parecemos a las tareas que encaramos, tanto como a las cosas que elegimos recordar. Nuestras empresas son las que nos paran frente al mundo, aun desde el lugar ínfimo que nos toca vivir. Y yo, hace más de diez años, decidí que quería escribir la historia de Ana María González, una joven sobre la que solo hablaron sus enemigos.

En junio de 1976, esa joven colocó una bomba debajo de la cama del primer jefe de la Policía Federal de la dictadura militar, y lo mató. Me parece que en la historia de Ana María González —cuya vida se hizo pública solo el día que atentó contra Cesáreo Cardozo, pero que tiene un antes y un después— confluyen muchas de las líneas de fuerza de aquellos años extremos que llamamos “los setenta”. Y que valía la pena contar, a través de ella, una época. Entre esa idea y las primeras búsquedas hice muchas otras cosas. Publiqué otros libros, se aceleraron, se congelaron y retrocedieron los tiempos de la memoria. Sin embargo, ella siempre estuvo allí. Anita, como la llamaban sus compañeros, fue y vino sin cesar. Aguardó pacientemente en los pliegues del pensamiento hasta que llegara su oportunidad. Acechó mi recorrido, susurró obstinaciones que se transformaron en la pregunta sobre su vida, la que organiza este libro.

Podría decirse que a veces no se sabe quién escribe a quién. No se puede explicar a Anita ni se puede pensar en los actores fuera de su contexto. Sintetizan las ideas fuerza de su tiempo, las actúan de una u otra manera, se mueven por los límites de lo conocido en ese momento histórico. En ocasiones, algunos de ellos van más allá, los fuerzan y los retrotraen al instante primero de los tabúes fundantes.

Ana María González fue una hija de su época. En esos años, la violencia era parte del repertorio político. Una vida humana podía ser tomada, así como arriesgada la propia, en función de determinados objetivos, considerados válidos y superadores. Hoy también lo es, solo que no lo pensamos en esos términos. Cuando observamos extrañados ese pasado, pensando con alivio en la barbarie que dejamos atrás, también deberíamos ver los horrores con los que convivimos.

Hay un relato estruendoso, como si los ecos de la bomba que puso Ana María González aún no se apagaran, que enfatiza su inhumanidad y su perfidia. Esta visión se escribió y repitió desde el momento mismo en que la joven pasó a ser la persona más buscada de la Argentina. O quizá “públicamente más buscada” porque, en aquellos días, muchas cabezas tenían precio, y la maquinaria estatal terrorista estaba en la plenitud de su funcionamiento.

Anita entró en la historia con la imagen de la traición. Pero hay otras dos formas posibles para recordarla que deberían hacer de contrapeso, aunque son difíciles de sostener. Por un lado, fue una militante que logró infiltrarse en uno de los que Montoneros consideraba “centros de gravedad del enemigo, y el atentado que realizó se inscribió en una lógica política. Por el otro, meses después, murió en una casa clandestina tras un tiroteo con tropas del ejército. Sin embargo, estas historias alternativas no dialogan con la marca de fuego del atentado.

Esto es así porque al relato que la demoniza solo lo enfrenta un silencio estruendoso, de los sobrevivientes de las organizaciones revolucionarias, de sus compañeros, de los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado. No es que no quieran hablar sobre Ana María González, sino que no pueden. No hay un marco de referencia que lo haga inteligible. Su vida solo tiene sentido en su época, pero no encaja en los relatos que luego construimos para comprender esos años.

Nunca con tanta intensidad como hasta ahora corroboré que hay historias que se resisten a ser contadas. ¿Por qué sacarlas de su oscuridad? Yo quise visibilizar la condición humana de una militante. Para eso, estudié, investigué y escribí la historia de Ana María González, una militante revolucionaria de la década de 1970.

He intentado sacar del silencio, con mis preguntas, a quienes preferían mantenerlo. Me tuve que animar a ensanchar el campo de lo que se puede preguntar. Hay vivencias del pasado reciente argentino más pesadas que otras. Silencios y dolores más profundos. Rencores y frustraciones, añejas y latentes, que florecen ante nuestras preguntas. Por eso, a los contemporáneos, a los sobrevivientes, no les alcanza con que les expliquemos lo que queremos hacer.

Intenté acercarme, sin suerte, a los familiares directos de Ana María y a los de Cesáreo Cardozo. Es más que comprensible ese fracaso, pero eso no hace más que agrandar el hueco en la historia. Por otra parte, el hecho de que en el plano individual el dolor justifique el silencio no quita que deba hacerse una pregunta histórica más amplia, la pregunta sobre la comprensión de la época. En todo caso, construiremos luego una ética a partir de la cual conducirnos, pero la Historia es lo que las personas hicieron, con su escala de valores, en el momento que les tocó vivir, y el trabajo del que investiga, aportar a la comprensión de esos actos.

Ante tantas reticencias, negativas y resistencias, para referirme a las personas en este relato opté por el siguiente método de citas, que advierto en estas primeras páginas: los familiares directos de Ana María González y Cesáreo Cardozo aparecerán solamente por sus iniciales o, eventualmente, apodos. Quienes conocieron a Ana María en distintos momentos —como amigos, compañeros de escuela o militancia— y dieron su testimonio aparecerán con un nombre de guerra o apelativo ficticio fácilmente reconocibles para aquellos que vivieron esos años. Para los demás, serán los actores necesarios en la comprensión de esta historia, lo más importante. No alteraré los nombres ni los apodos de los responsables políticos de la dictadura, porque ya han sido condenados por sus crímenes, o al menos por buena parte de ellos; tampoco los de los muertos que los enfrentaron. No quisiera que este fuera un instrumento para su olvido, sino exactamente lo contrario.

La vida de Ana María González es una historia difícil. ¿Cómo hacer para escribirla? Además de la presencia de los testigos y sobrevivientes, influyen los mandatos de mi profesión de historiador, el contexto político, las discusiones y las suspicacias en torno de uno de los hechos de sangre más resonantes y cuestionados de los que fue responsable Montoneros. “¿Para quién trabajás?”, fue también una de las preguntas más frecuentes con las que tuve que confrontar.

El entorno político ha cambiado: los militares y sus cómplices pueden querer revisar todo, cerrar los juicios, volver a perseguir a los hoy sexagenarios revolucionarios que lograron sobrevivir a varias muertes. Algunos funcionarios de alto rango volvieron a impugnar la mítica cifra de treinta mil desaparecidos, no porque sea decisiva la cantidad exacta —no es responsabilidad de las víctimas que no se conozca—, sino por el valor del símbolo. Otros, directamente, dijeron estar en desacuerdo con la existencia de un plan sistemático de exterminio, lo que la Justicia ya probó. En los tramos finales del megajuicio por La Perla, el mayor campo de exterminio junto con Campo de Mayo y la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), personajes condenados amenazaron con regresar y reclamaron el reconocimiento de la historia en futuros desfiles.

Entonces, al fin, hay dos cuestiones que vuelven relevante el intento de escribir una biografía de la breve vida de Ana María González. La primera es que a través de ella, y de la situación límite que protagonizó, resulta posible aproximarse a los valores y a los condicionantes en la vida de los militantes revolucionarios de la década de 1970, así como a los grados de violencia aceptados por la sociedad que convivió con el terrorismo de Estado. No es esta, entonces, la historia aislada de un asesinato político, sino la reflexión, a partir de este, acerca de una época. Luego, la constatación de que el campo popular mantiene silencios sobre algunos temas de esa década relacionados con la propia violencia, la que ellos y la que las víctimas de la dictadura, en ocasiones, ejercieron. También han callado, en muchas oportunidades, los responsables de las organizaciones armadas.

La consecuencia es que en el caso de Ana María González, como en otros, el silencio de sus compañeros lleva a que el único relato sobre su paso por la historia sea el de sus adversarios políticos. Creo que es injusto que esté condenada a que solo sus enemigos hablen de ella.

Frente a los intentos negacionistas, cuando entre colegas discutimos acerca de ese tipo de cuestionamientos, con frecuencia la recomendación es que no vale la pena contestar. Pero últimamente pienso que no es así, que el que calla otorga. Que cada vez que les abren la jaula, los que no se arrepienten de nada vuelven con discursos que solamente se encuentran en diarios de 1976. Que no ha habido aprendizaje social para ellos, ni ecuanimidad, que es lo que reclaman. Y que lo más perverso de la represión, como eligieron aplicarla los dictadores y sus cómplices y beneficiarios, es que hasta el último día obligará a las víctimas a probar su condición de tales. Y entonces creo que hay que tomar la palabra, que no es lo mismo que quitársela al otro. Como escribió Alessandro Portelli: “He entendido concretamente algo que sabía en teoría: una tradición es un proceso en el que también la simple repetición significa una responsabilidad crucial, porque el sutil encaje de la memoria se lacera de modo irreparable cada vez que alguien calla.

Y sobre aquel 18 de Junio de 1976 , fecha que dos años después sería cercana al asesinato de Paula Lambruschini, hija de el almirante Armando Lambruschini , quien formaría parte de la segunda Junta del Proceso liderada por Roberto Viola.Ana María les contó a sus amigas que se había peleado con el novio y pidió permiso para usar el teléfono. Chela, la dueña de casa, le permitió usar el aparato que estaba en la habitación de sus padres, para que hablara más tranquila. Ana María se alejó por el pasillo y abandonó unos minutos el trabajo con el grupo de estudio. Cuando regresó, dijo que se sentía mal y tenía que irse. Fue la última vez que la vieron.

La bomba que mató al jefe de la Policía Federal Argentina, el general Cesáreo Cardozo, estalló bajo su cama mientras dormía, a la 1:36 de la madrugada del 18 de junio de 1976, menos de tres meses después de que la Junta Militar que lo puso en ese cargo diera un golpe de Estado, el 24 de marzo.

El informe de Bomberos de la Policía Federal dice que el aviso por radio al Cuartel V llegó a las 2:06 de la mañana. Tres minutos después, la autobomba MAN 2035 ya se había detenido frente al edificio de siete pisos de Zabala 1762. El atentado fue en el segundo “B”, donde vivían Cardozo con su familia —esposa y dos hijas— y una empleada, que estaba en cama y enferma. El hijo varón del matrimonio, un joven oficial del Ejército Argentino, se hallaba en San Juan. Ese día había ido de visita la suegra del general. La bomba también hirió a la esposa de Cardozo, que milagrosamente no estaba junto a él en la cama porque se había quedado charlando con su madre.

A las dos y cuarto llegó un segundo vehículo de bomberos con un reflector para iluminar el departamento en escombros, ya que por precaución habían cortado el suministro eléctrico. La casa de Cardozo estaba en un edificio de departamentos amplios, ubicado en una de las zonas residenciales más ricas de la ciudad de Buenos Aires. Vivían allí, a mediados de la década de 1970, muchas familias de militares.

Los bomberos trabajaron en el lugar más o menos hasta las cuatro de la mañana. Pasadas las dos y media llegaron el segundo de Cardozo, el comisario Francisco Laguarda, el jefe de Investigaciones de la Policía Federal, el comisario Juan Carlos Condoriz, y el ministro del Interior, el general de brigada Albano Harguindeguy, visiblemente afectado porque el general asesinado era uno de sus hombres de confianza además de su amigo, y ahora su sangre salpicaba el techo de la habitación. El cuerpo de Cardozo, entre los escombros de su departamento, fue fotografiado y retirado por los mismos bomberos y otro personal policial, lo cargaron en una camilla y lo subieron ...

Fuentes:

Lorenz, Federico:"
Cenizas que te rodearon al caer Vidas y muertes de Ana María González, la montonera que mató al jefe de la Policía Federal; Sudamericana, Buenos Aires, 2017
http://www.megustaleer.com.ar/libro/cenizas-que-te-rodearon-al-caer/AR27305
http://www.megustaleer.com.ar/libro/cenizas-que-te-rodearon-al-caer/AR27305/fragmento/

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